lunes, 26 de mayo de 2008

Unas palabras sobre el sufismo

En esta hora trágica del pueblo de Irak en la que las muertes se han convertido en algo tristemente habitual, en la que Islam se ha convertido en sinónimo de terrorismo y fatalidad, en la que tanto las piezas milenarias del Museo de Bagdad como los manuscritos de su Biblioteca Nacional, memoria viva de Irak, pero también de toda la Humanidad, han sido expoliados, quiero aportar unas líneas a favor de una de las más bellas civilizaciones de nuestro planeta.


Ritón persa desaparecido en el expolio del Museo de Bagdad (2003)

Siempre he sentido un gran interés por el sufismo, la vertiente mística del Islam. Los sufíes, a menudo desde la heterodoxia a la doctrina islámica oficial, proponían (y proponen) un acercamiento desnudo a la divinidad, lejos del aristotelismo y averroísmo imperantes en sus escuelas de filosofía, pero también lejos de una religión vivida de modo estático, de una liturgia fría. Los sufíes proponían una línea intuitiva de acercamiento a Dios, cercana, en cierto modo, a la de la teología negativa de la mística cristiana en la que influyen. Este singular acercamiento a lo sagrado, heredero del propuesto por el filósofo neoplatónico Plotino, es un camino de conocimiento pero también una vía práctica y experimental, donde los estados del alma deben ser saboreados y experimentados para conocer a Dios en todas Sus manifestaciones: en el Universo, en las criaturas, en los seres humanos y sobre todo en la propia alma. Las cofradías de derviches giróvagos, muy frecuentes en Turquía e Irán, y vagamente conocidas en Occidente, ahondan en esta línea. Los derviches son gente que renuncia a todo y que tiene un gran magnetismo porque solo buscan el Amor. Creen que no hay un único camino hacia Dios: hay tantos como personas habitan el mundo. Por tanto, toda forma institucionalizada de religión, todo fundamentalismo o ideología excluyente es una falacia.

Página de un manuscrito de Rumi de 1503

Precisamente ahora acaba de estrenarse una gran película franco-tunecina sobre el sufismo del director Nacer Khemir: Bab' Aziz, que recomiendo vivamente a mis lectores. El argumento es sencillo: un anciano y su nieto viajan a través del desierto a un encuentro de sufíes. En el trayecto, el anciano no solo desvelará viejas historias de sufíes al chico, sino que tendrán algunos encuentros con desheredados (Osmán o Zaid) que darán un nuevo valor a sus vidas. Una frase que me gustó de la película dice: "La Verdad es un espejo que cayó del cielo y se rompió en mil pedazos. Cada habitante de la tierra se quedó con uno pero nadie tiene el espejo entero". La web de esta estupenda película está aquí.


Presento a continuación el tráiler de la película:



Jalal ad-din Rumi o simplemente, Rumi (1207-1273) es uno de los mayores poetas sufíes. Nació en Balkh, actual Afganistán, una población que sufrió durísimos ataques en otra desdichada aventura militar reciente de la Casa Blanca. La importancia de Rumi trasciende lo puramente nacional y étnico. A través de los siglos ha tenido una significativa influencia en la literatura persa, turca y urdu. Sus textos han sido fecunda semilla en todo el orbe islámico y están empezando a ser conocidos en Occidente. Quiero terminar este breve comentario con un magnífico vídeo en el que se ponen imágenes a uno de los poemas de Rumi (traducido al inglés) que mejor expresan la doctrina sufí.



Una etimología poco conocida: piropo.

Pocos imaginan la compleja evolución que puede encerrar una palabra tan usual como piropo. Este vocablo, lejos de haber permanecido inmutable a lo largo de su historia léxica, ha vivido diversas transformaciones que quiero presentar hoy.

Su acepción moderna (requiebro o galantería dicha a una mujer atractiva) solo es recogida en el Diccionario de la Real Academia en su versión de 1843. Sin embargo, hay testimonios literarios de que se usaba con el actual valor semántico desde inicios, al menos, del siglo XVII. Antes de ese siglo significaba solo rubí o granate de color rojo intenso, es decir, tenía un valor estrictamente mineralógico. ¿Cómo se operó este cambio semántico en el siglo XVII? Muy fácil. En el Siglo de Oro abundaban los tratados retóricos, y en ellos era frecuente otorgar al piropo (= piedra preciosa) una analogía simbólica con lo brillante y bello. Dar el salto desde ahí hasta el valor que hoy conocemos no resultó difícil.

Dolce far niente, John William Godward (1904)

Pero hay más: piropo es un cultismo procedente de la voz latina PYROPUS. Esto quiere decir que no es una palabra patrimonial del idioma, sino que fue introducida posteriormente respetando el étimo latino. En efecto, el siglo XV, periodo destacado en la historia de nuestra lengua por su recuperación del legado latinizante tanto a nivel léxico como sintáctico, retomó el latín PYROPUS en su forma castellanizada piropo. El Marqués de Santillana, hacia 1440, ya emplea el nuevo término.

En la Antigua Roma PYROPUS tenía dos valores semánticos: el habitual en la calle (aleación de cobre y oro), y el originario (de color rojo brillante), que lo emparentaba directamente con la voz griega, pyropós, de la que procedía. Podemos concluir por tanto que PYROPUS es un helenismo del latín, un préstamo lingüístico tomado del griego probablemente a partir de finales del siglo III a. C. (toma de Tarento), que es el momento en que los romanos comenzaron a acercarse a fondo a la cultura griega.

Noonday Rest, John William Godward (1910)

Podemos avanzar algo más. El griego pyropós (semejante al fuego, de color encendido) no era una palabra primitiva, sino compuesta: era el resultado de sumar dos suntativos: pyr (fuego) y ops (aspecto).

Nuestro viaje atrás en el tiempo nos permite dar un paso más: enlazar con la remota lengua indoeuropea hablada en las llanuras de Europa oriental hace más de cuatro mil años. De este modo sabemos que el griego pyr, como el inglés fire y el antiguo alto alemán fiur, descienden de una única voz indoeuropea: PUR, que es como denominaban al fuego nuestros remotos antepasados de las estepas.


viernes, 23 de mayo de 2008

El juicio de Friné

Una de las anécdotas más jugosas de la Grecia Clásica es la relativa a la cortesana Friné. Esta hetaira, célebre por su sensualidad y belleza, era asidua en los simposios atenienses, y llegó a convertirse en la amante y musa del escultor Praxíteles, que la utilizó como modelo para sus imágenes de la diosa Afrodita. Un amante anterior de Friné, despechado y celoso ante su creciente prestigio, la acusó gravemente ante el areópago de asebeia, a saber, impiedad hacia la divinidad, uno de los máximos delitos por los que podían ser acusados los antiguos atenienses (Sócrates murió de una acusación parecida). Se le imputó a Friné un doble cargo: haber comparado su belleza con la de la propia Afrodita, y haber quebrantado de palabra el sacro secreto de los Misterios Eleusinos.

La pensierosa, John William Godward (1913)

A petición del propio Praxíteles, fue el orador Hipérides, antiguo discípulo de Platón, el abogado defensor con el que contó la ilustre Friné ante los magistrados del areópago. Una vez comenzado el juicio, Hipérides se vio en el brete de no ser capaz de quebrar la voluntad de los jueces, firmemente dispuestos a condenar a la bella. Decidió entonces dar una última vuelta de tuerca: despojó a Friné súbitamente de sus vestiduras ante los sorprendidos ojos de los ancianos, y les explicó que el verdadero crimen sería privar al mundo de semejante belleza: la desnudez de Friné era ya un tributo a la misma Afrodita.

Friné ante el areópago, Jean-Léon Gérôme (1861)


Entre la herencia artística y literaria de este suceso del mundo antiguo podemos recordar el cuadro de Gérôme (1824-1904) que tenemos sobre estas líneas. Este pintor francés comenzó su trayectoria pictórica con un depurado neoclasicismo seguidor de la estela de Ingres más que de la de David, pero algunos años después dio un giro a su carrera especializándose en una pintura de factura académica y temática histórica o mitólogica, alejándose de este modo de las corrientes realistas y paisajísticas que por entonces marcaban el ritmo de la nueva pintura francesa.

En la obra que nos ocupa, de cuidada construcción escenográfica, se nos representa el juicio de Friné en una composición teatral que sigue el hieratismo de las grandes creaciones de David. Sin embargo, el gesto de pudor de la modelo, que oculta su mirada al espectador, nos sugiere una cercanía más propia de Ingres. Como es usual en las escenas neoclásicas de interiores que evocan la Antigüedad grecorromana, unas paredes desnudas de gran sobriedad sirven de marco al juicio en el que apenas hay más decoración que una escultura de Atenea en el centro mismo del areópago.

El lienzo presenta la singularidad de captar el momento en que Friné es desnudada ante los ojos de sus jueces: el cuerpo límpido de la cortesana señala la intersección de las dos masas cromáticas que configuran la armonía del cuadro: las rojas túnicas de los magistrados y el azulado peplo de Friné.



Amarilis, John William Godward (1903)


En el ámbito de la literatura, ya en el mundo antiguo Alcifrón (Cartas de cortesanas) y Luciano (Diálogos de las hetairas) dieron voz en el siglo II a Friné, pero prefiero detenerme en un eco mucho más cercano: el excelente texto Friné ante los jueces de la poetisa guatemalteca Luz Méndez de la Vega (1919), incluido en su poemario Helénicas (1998):

Indefensa y vulnerable.
Sola,
sin otro puñal
o espada heridora, que
mi palabra
y sin otro escudo
que mi belleza,
dejo caer mi túnica
ante vosotros.
Desnudo mi cuerpo
que adoraríais
si fuera de mármol frío,
o si estuviéramos solos,
sin otros ojos
que nos vieran
acariciarnos en el lecho.
¿Quién puede culpar
a la belleza plasmada
en carne y no en mármol,
por entregarse desnuda
-igual que la estatua-
a las manos que la acarician
y que en ellas se deleitan?
¿Quién puede culpar a la flor
que impúdica exhibe
la fresca plenitud
y el sexual aroma de su corola,
o a la fruta que sin ropaje
reluce bajo el sol e incita
voluptuosamente
a ser mordida?
Como la flor o la fruta,
aquí, yo, ante vosotros,
desnuda
como me vieran tantos ojos,
estatua viva
que modelaron tantas manos
y que gozaron tantos cuerpos,
os pregunto:
¿Es delito escuchar
la dulce voz de Eros
que incendia nieves?
¿o es crimen obedecer
el mandato
de la divina Afrodita
que me se señaló el camino
donador de placeres?
Inerme y vulnerable,
como mi desnudez,
espero la sentencia.
Yo,
sólo cumplí con mi destino.

EPÍLOGO
Cuando todos se fueron
el cuerpo de Friné
brillaba bajo el sol poniente
como una estatua de oro
y el más viejo de los jueces
se acercó
y, como si fuera a la diosa,
le puso un casto beso
sobre el sexo.

Una ofrenda a Venus, John William Godward

miércoles, 7 de mayo de 2008

Un soneto del siglo XVIII


A menudo he oído comentarios negativos sobre la creación literaria del siglo XVIII: "Es una literatura fría", se dice. Para desconsuelo de los que así piensan, la realidad dista de ser como ellos creen. Solo hay que acercarse sin prejuicios a las obras de esa época y conocerlas. Y para botón de muestra, presento hoy un soneto de un autor neoclásico que hogaño duerme el sueño de los justos: José Somoza (1781-1852), abulense de Piedrahíta, ciudad en la que residió casi toda su vida, y amigo íntimo de Jovellanos, Meléndez Valdés y Goya. El poema se titula La durmiente, y lo he seleccionado porque ofrece claras analogías, como veremos, con el anterior comentario sobre Endimión y Selene:


La luna mientras duermes te acompaña,
tiende su luz por tu cabello y frente,
va del semblante al cuello, y lentamente
cumbres y valles de tu seno baña.

Yo, Lesbia, que al umbral de tu cabaña
hoy velo, lloro y ruego inútilmente,
el curso de la luna refulgente,
dichoso he de seguir o amor me engaña.

He de entrar cual la luna en tu aposento,
cual ella al lienzo en que tu faz reposa,
y cual ella a tus labios acercarme;

cual ella respirar tu dulce aliento,
y cual el disco de la casta diosa,
puro, trémulo, mudo, retirarme.

Flaming June, Frederic Lord Leighton (1895)


El poeta nos dice cómo pretende en esta noche acercarse a la mujer cuyo cuerpo, durmiente ahora, desea gozar: seguirá el curso de la luna hasta su lecho. El primer cuarteto nos muestra la descripción del paso de los rayos de luna que cubren de luz el semblante y el cuerpo de la amada, en una gradatio que, desde el cabello y frente, alcanza las cumbres y valles de tu seno.

El segundo cuarteto da comienzo con una brusco cambio de perspectiva: el poeta, haciendo uso ahora de la primera persona, se contrapone a la amada, a la que otorga un sobrenombre, Lesbia, muy al gusto de los poetas neoclásicos, que seguían en esto a Catulo y a los neotéricos de la Antigua Roma. Los ecos clásicos no terminan aquí: nos aguardan igualmente en el horacianismo del verso 5: al umbral de tu cabaña. La desolación en la que está instalado el poeta le mueve a tomar una decisión que podrá poner fin a su cautiverio de amor: ha decidido seguir el curso de la luna hasta dar con las cumbres de la bella.

Los tercetos proponen un ritmo trepidante, alejado de la mesura rítmica que el autor había desplegado hasta este momento. La irrupción en el espacio privado de la mujer (en tu aposento) es descrita mediante anáforas (cual la luna (...) cual ella), nuevas resonancias clásicas (el disco de la casta diosa) y enumeraciones (puro, trémulo, mudo). El extraordinario verso final quiebra las expectativas del lector y nos retrotrae de nuevo a la desolada situación inicial.


Cimón e Ifigenia, Frederic Lord Leighton (1884)

La métrica acompaña con precisión el contenido del texto. Hay, pues, correlación entre fondo y forma. Los endecasílabos que describen el cuerpo de la mujer en el cuarteto inicial (vv. 2-4) son sáficos, y se contraponen a los endecasílabos heroicos del segundo cuarteto, que detalla las cuitas del poeta. Es sabido que los endecasílabos sáficos conceden una mayor dulzura rítmica al verso, frente al carácter más abrupto de los heroicos, y esto es justo lo que conviene al soneto. Pero no terminan aquí las excelencias métricas: los dos tercetos finales están compuestos en endecasílabos sáficos y melódicos, excepto uno, y no por casualidad: el v. 12 (cual ella respirar tu dulce aliento) tiene lugar justo cuando se produce la detención del poeta en su camino hacia Lesbia.

Hablé antes de las analogías de este soneto con el mito de Endimión y Selene. Veámoslo. La Luna, claro símbolo femenino, impulsa al autor a traspasar la puerta de su amada; es propio del Romanticismo, aquí incipiente, que la naturaleza o el cosmos acompañen el sentimiento del poeta. En el mito de Endimión, la Luna busca a su amado; en este soneto, es la Luna la que lleva al poeta de la mano hasta el umbral de Lesbia.

El despertar de Adonis, John William Waterhouse (1900)


martes, 6 de mayo de 2008

Borges y el mito de Endimión y Selene

Uno de los mitos más conmovedores que conozco es el de Endimión y Selene. No solo es una leyenda que ofrece una gran riqueza interpretativa sino que es también un mito que ha dejado en Occidente una copiosa herencia artística y literaria, como trataré de demostrar.

La vida del pastor Endimión, hijo de Zeus y de la ninfa Cálice, cambió por completo el día que Selene, la diosa de la Luna, lo descubrió. Al contemplar a aquel durmiente desnudo en un agreste paraje cercano a Mileto, la divinidad quedó turbada ante su belleza. Acostumbrada muy pronto a yacer con el joven todas las noches en una cueva del monte Latmos, su pasión solo quedó saciada cuando en un beso concedió al efebo la inmortalidad: permanecería eternamente dormido de modo que la lozanía y el vigor de su juventud quedasen inalterables para siempre.


Sueño de Endimión, Louis Girodet (1791)

Varias son las interpretaciones que podemos hacer de este mito: una, de naturaleza irracional, es la que propone Borges en el poema que ofrezco más abajo: el tocado por la divinidad ha cruzado una exigua frontera tras la que no es fácil regresar. En la estela de esta lectura tenemos a toda la poesía de carácter visionario.

Otra exégesis es de tipo histórico, pero de una historia remota. Cuando los dorios indoeuropeos, portadores de una cultura patriarcal, invadieron el Peloponeso, en una fecha en la que los especialistas aún no se ponen de acuerdo, se toparon con una cultura preindoeuropea, pacífica y matriarcal, y análoga a la que en Creta cimentó una espléndida civilización. Esta cultura actuó de sustrato, como suele ocurrir en este tipo de invasiones, y en nuestro mito lo hizo del siguiente modo: el jefe dorio invasor, a fin de legitimar su ocupación, celebraba unos esponsales rituales con la Luna, divinidad matriarcal propia de estos pueblos preindoeuropeos. El mito de Endimión y Selene sería, por tanto, un viejo residuo de aquel remoto rito legitimador.


Endimión en el Monte Latmos, John Atkinson Grimshaw (1879)

De las múltiples obras que ha inspirado este mito, he elegido dos cuadros que me parecen singularmente bellos y que acabo de poner más arriba. Contemplémoslos con algo más de detalle.

El primero, Sueño de Endimión, es una obra destacada porque pone de manifiesto la transición entre Neoclasicismo y Romanticismo en una época aún temprana (1791). La precisión en el dibujo y el tratamiento escultórico de los cuerpos nos sitúa en la estela de Ingres y, sobre todo, de David, su mentor y principal puntal de la escuela clasicista. Pero el erotismo, el tratamiento de la luz y la intensa presencia de la naturaleza nos llevan a un incipiente romanticismo. Es digna de reseñar también la torsión del cuerpo de Endimión, tan alejada de los patrones neoclásicos. Pero lo que destaca especialmente es, a mi juicio, la espiritualidad pagana que se desprende de la delicada comunión entre Endimión y la diosa, vehiculada por el rayo de luz que emerge del lado superior del lienzo y alcanza el rostro del efebo, casi sumido en éxtasis.

El segundo, Endimión en el Monte Latmos, es un cuadro simbolista notablemente diferente del anterior. Una diosa adelgazada hasta la extenuación, casi convertida en hada, contempla arrobada a su amado, quien continúa en su sueño eterno. Su cuerpo girado hacia el pastor, los brazos cruzados sobre el pecho y la actitud ensimismada de esta Selene decadente contrastan vivamente con la molicie en la que yace Endimión, ajeno a la pasión que se derrama sobre él.

Endimión, Arthur Hughes (1870)

Un escritor que dejó un hermoso poema sobre nuestro mito fue Borges. El autor argentino recreó el tema en uno de sus últimos libros de poesía: Historia de la noche (1977). Su título es, una vez más, Endimión en Latmos:


Yo dormía en la cumbre y era hermoso
Mi cuerpo, que los años han gastado.
Alto en la noche helénica, el centauro
Demoraba su cuádruple carrera
Para atisbar mi sueño. Me placía
Dormir para soñar y para el otro
Sueño lustral que elude la memoria
Y que nos purifica del gravamen
De ser aquel que somos en la tierra.
Diana, la diosa que es también la luna,
Me veía dormir en la montaña
Y lentamente descendió a mis brazos
Oro y amor en la encendida noche.
Yo apretaba los párpados mortales,
Yo quería no ver el rostro bello
Que mis labios de polvo profanaban.
Yo aspiré la fragancia de la luna
Y su infinita voz dijo mi nombre.
Oh las puras mejillas que se buscan,
Oh ríos del amor y de la noche,
Oh el beso humano y la tensión del arco.
No sé cuánto duraron mis venturas;
Hay cosas que no miden los racimos
Ni la flor ni la nieve delicada.
La gente me rehuye. Le da miedo
El hombre que fue amado por la luna.
Los años han pasado. Una zozobra
Da horror a mi vigilia. Me pregunto
Si aquel tumulto de oro en la montaña
Fue verdadero o no fue más que un sueño.
Inútil repetirme que el recuerdo
De ayer un sueño son la misma cosa.
Mi soledad recorre los comunes
Caminos de la tierra, pero siempre
Busco en la antigua noche de los númenes
La indiferente luna, hija de Zeus.


Plenilunio, John Atkinson Grimshaw (1872)

Borges propone un acercamiento ahíto de erotismo desde la melancolía de la madurez, donde predominan la nostalgia del amor y la memoria del bien perdido. Abunda en alusiones intertextuales: las resonancias poéticas barrocas sobre el sueño y la muerte, la presencia del Nocturno de José Asunción Silva (Oh las puras mejillas que se buscan...), la poesía mística de San Juan de la Cruz o la autorreferencialidad literaria del propio Borges...

El poema se estructura con claridad en dos segmentos: la parte primera (hasta el verso Oh el beso humano y la tensión del arco) recoge el monólogo dramático de Endimión en el que evoca su pasado y su encuentro amoroso con Ártemis, la diosa de la Luna. El recuerdo de la unión íntima está teñido de un erotismo contenido donde no están ausentes ni el hechizo provocado por el fulgor de la divinidad (Yo no quería ver el rostro bello // Que mis labios de polvo profanaban) ni el desvanecimiento del orgasmo (Oh ríos del amor y de la noche, // Oh el beso humano y la tensión del arco).

La segunda parte recoge el desvaído presente del que fuera amante de la diosa: nos explica que toda su vida posterior ha estado signada por aquellos encuentros sacros de su juventud, y cómo, desde el fervor de su melancolía, solo aspira a reencontrarse de nuevo con la blanca deidad de la noche.

Evening Mood, William Bouguereau (1882)

lunes, 5 de mayo de 2008

Un mito olvidado: Ceix y Alcíone

Ceix y Alcíone (hija de Eolo, dios de los vientos) formaban un matrimonio tan feliz que acabó despertando la envidia de los mismos dioses. Ovidio en sus Metamorfosis nos cuenta que los amantes llegaron a compararse en su gloria a Zeus y a Hera, lo que que no les facilitó las cosas a ojos de las divinidades del Olimpo. En un momento determinado, Ceix se vio obligado a marchar a Claros (Jonia) a consultar un oráculo. En plena travesía marítima, el celoso Zeus envió un rayo a la embarcación que provocó su naufragio y la muerte de Ceix. Morfeo reveló poco después en sueños la suerte de su esposo a Alcíone , que quedó sumida en el desconsuelo. Supo además por el dios el lugar donde las olas habían arrojado el cadáver de Ceix. Cuando lo tuvo ante sí, se suicidó arrojándose al mar. Los dioses, movidos por la compasión, decidieron metamorfosear a la desdichada pareja en unas aves de voz lastimera: los alciones, más conocidos como martines pescadores. Zeus, apiadado también de ellos, ordenó que los vientos se calmasen durante los siete días que preceden y los siete que siguen al solsticio de invierno, que es cuando los alciones incuban sus huevos. Son los "días del alción", que no conocen las tempestades.


El pintor británico Herbert Draper (1864-1920) nos ha dejado la que tal vez es la más bella representación artística de este mito. Su título es precisamente Alcíone (1915):

El lienzo recoge el instante en que Alcíone contempla los despojos de Ceix y se dispone a consumar su trágico destino. Cinco ninfas, dispuestas en un hábil esquema compositivo (cuatro a la derecha y una con los brazos extendidos a la izquierda) configuran un triángulo isósceles en cuyo centro se yergue desolada la figura de Alcíone. Además, la verticalidad de esta crea una ruptura del triángulo anteriormente descrito, contribuyendo así a lograr un precario equilibrio donde se asienta buena parte del atractivo del cuadro. Por otro lado, tenemos una armonía cromática entre las aguas azul-verdosas y la vestimenta de Alcíone, en unas tonalidades que parecen continuar el cromatismo de las aguas. Estos tonos evocan, además, el plumaje de los alciones, como se puede comprobar en la foto inmediatamente anterior.

El gesto de desesperación de la protagonista, acompañado de las estudiadas poses de las ninfas que la circuyen, tiene además algo destacado: el espectador centra su mirada en un punto concreto: el brazo de Alcíone alzado y reclinado sobre su cabeza. Ese punto es el vértice de un rectángulo menor delimitado por la razón áurea o número dorado. Haber incluido en el lienzo esta proporción ya conocida en la Antigüedad por los griegos no es, desde luego, el menor de sus méritos.

domingo, 4 de mayo de 2008

Dos interesantes (y poco conocidas) etimologías

Alguna vez he oído la tontería "el patrimonio debe ir con el matrimonio". Desde luego que más de uno procurará que vayan unidos (y bien unidos), pero yo creo que la única proximidad real que presentan es la etimológica. Veámoslo.

Nuestra voz "matrimonio" procede directamente de la latina MATRIMONIUM, que significaba lo mismo que en español. Hemos heredado, por tanto, forma y valor semántico. Sin embargo, en un primer momento, cuando esta palabra compuesta apareció en Roma, tenía un significado levemente distinto: "ceremonia que hace recordar a la madre legítima". Expliquemos esto con más detalle: los dos elementos que integran esta palabra compuesta son MATER ("madre") y el verbo MONEO, MONES, MONERE, MONUI, MONITUM ("hacer recordar"). Por tanto, el MATRIMONIUM era el acto o la ceremonia que hacía recordar a una mujer como madre legítima de la prole futura. Esto era necesario tanto para legitimar a la esposa como a su descendencia, especialmente en una sociedad tan legalista como la romana.

Pero podemos ir algo más allá: la palabra latina MATER hereda la forma indoeuropea MATER. La lengua indoeuropea es la lengua madre del latín y de muchas otras (entre ellas el griego clásico) y se habló aproximadamente entre 3500 a.C. y 1500 a. C. en un territorio vasto entre Europa y la India. Lo que a mí me interesa reseñar aquí es la etimología de esta bellísima palabra: MATER. En aquella remota lengua de las estepas centroeuropeas, "mamá" se decía "ma", y está demostrado que el sufijo indoeuropeo que indicaba parentesco era " -ter", por lo que la construcción del término MATER fue temprana. Este es, pues, el origen de las hermosas palabras (mère, mâe, madre, mother, mutter, etc.) con las que desde tiempo inmemorial designamos a nuestras madres.

Ask Me No More, Sir Lawrence Alma-Tadema (1906)


La otra palabra, "patrimonio", presenta un origen y una evolución paralelos. El término latino PATRIMONIUM significaba lo mismo que en español ("conjunto de bienes poseídos"), pero, al igual que la palabra anterior, también compuesta, tuvo en sus orígenes un valor semántico levemente distinto: "bienes que se poseen de los padres" o lo que es lo mismo: "bienes heredados de los padres". Los dos términos de esta forma compuesta son PATRES ("los padres"), y MONEO ("hacer recordar", como indiqué más arriba), por lo que en su origen la voz PATRIMONIUM no era sino "bienes que perpetúan el recuerdo de los padres", algo de especial relieve en una sociedad como la romana en la que revestía una particular importancia el culto a mayores y antepasados.

Expectations, Sir Lawrence Alma-Tadema (1885)