lunes, 26 de mayo de 2008

Unas palabras sobre el sufismo

En esta hora trágica del pueblo de Irak en la que las muertes se han convertido en algo tristemente habitual, en la que Islam se ha convertido en sinónimo de terrorismo y fatalidad, en la que tanto las piezas milenarias del Museo de Bagdad como los manuscritos de su Biblioteca Nacional, memoria viva de Irak, pero también de toda la Humanidad, han sido expoliados, quiero aportar unas líneas a favor de una de las más bellas civilizaciones de nuestro planeta.


Ritón persa desaparecido en el expolio del Museo de Bagdad (2003)

Siempre he sentido un gran interés por el sufismo, la vertiente mística del Islam. Los sufíes, a menudo desde la heterodoxia a la doctrina islámica oficial, proponían (y proponen) un acercamiento desnudo a la divinidad, lejos del aristotelismo y averroísmo imperantes en sus escuelas de filosofía, pero también lejos de una religión vivida de modo estático, de una liturgia fría. Los sufíes proponían una línea intuitiva de acercamiento a Dios, cercana, en cierto modo, a la de la teología negativa de la mística cristiana en la que influyen. Este singular acercamiento a lo sagrado, heredero del propuesto por el filósofo neoplatónico Plotino, es un camino de conocimiento pero también una vía práctica y experimental, donde los estados del alma deben ser saboreados y experimentados para conocer a Dios en todas Sus manifestaciones: en el Universo, en las criaturas, en los seres humanos y sobre todo en la propia alma. Las cofradías de derviches giróvagos, muy frecuentes en Turquía e Irán, y vagamente conocidas en Occidente, ahondan en esta línea. Los derviches son gente que renuncia a todo y que tiene un gran magnetismo porque solo buscan el Amor. Creen que no hay un único camino hacia Dios: hay tantos como personas habitan el mundo. Por tanto, toda forma institucionalizada de religión, todo fundamentalismo o ideología excluyente es una falacia.

Página de un manuscrito de Rumi de 1503

Precisamente ahora acaba de estrenarse una gran película franco-tunecina sobre el sufismo del director Nacer Khemir: Bab' Aziz, que recomiendo vivamente a mis lectores. El argumento es sencillo: un anciano y su nieto viajan a través del desierto a un encuentro de sufíes. En el trayecto, el anciano no solo desvelará viejas historias de sufíes al chico, sino que tendrán algunos encuentros con desheredados (Osmán o Zaid) que darán un nuevo valor a sus vidas. Una frase que me gustó de la película dice: "La Verdad es un espejo que cayó del cielo y se rompió en mil pedazos. Cada habitante de la tierra se quedó con uno pero nadie tiene el espejo entero". La web de esta estupenda película está aquí.


Presento a continuación el tráiler de la película:



Jalal ad-din Rumi o simplemente, Rumi (1207-1273) es uno de los mayores poetas sufíes. Nació en Balkh, actual Afganistán, una población que sufrió durísimos ataques en otra desdichada aventura militar reciente de la Casa Blanca. La importancia de Rumi trasciende lo puramente nacional y étnico. A través de los siglos ha tenido una significativa influencia en la literatura persa, turca y urdu. Sus textos han sido fecunda semilla en todo el orbe islámico y están empezando a ser conocidos en Occidente. Quiero terminar este breve comentario con un magnífico vídeo en el que se ponen imágenes a uno de los poemas de Rumi (traducido al inglés) que mejor expresan la doctrina sufí.



Una etimología poco conocida: piropo.

Pocos imaginan la compleja evolución que puede encerrar una palabra tan usual como piropo. Este vocablo, lejos de haber permanecido inmutable a lo largo de su historia léxica, ha vivido diversas transformaciones que quiero presentar hoy.

Su acepción moderna (requiebro o galantería dicha a una mujer atractiva) solo es recogida en el Diccionario de la Real Academia en su versión de 1843. Sin embargo, hay testimonios literarios de que se usaba con el actual valor semántico desde inicios, al menos, del siglo XVII. Antes de ese siglo significaba solo rubí o granate de color rojo intenso, es decir, tenía un valor estrictamente mineralógico. ¿Cómo se operó este cambio semántico en el siglo XVII? Muy fácil. En el Siglo de Oro abundaban los tratados retóricos, y en ellos era frecuente otorgar al piropo (= piedra preciosa) una analogía simbólica con lo brillante y bello. Dar el salto desde ahí hasta el valor que hoy conocemos no resultó difícil.

Dolce far niente, John William Godward (1904)

Pero hay más: piropo es un cultismo procedente de la voz latina PYROPUS. Esto quiere decir que no es una palabra patrimonial del idioma, sino que fue introducida posteriormente respetando el étimo latino. En efecto, el siglo XV, periodo destacado en la historia de nuestra lengua por su recuperación del legado latinizante tanto a nivel léxico como sintáctico, retomó el latín PYROPUS en su forma castellanizada piropo. El Marqués de Santillana, hacia 1440, ya emplea el nuevo término.

En la Antigua Roma PYROPUS tenía dos valores semánticos: el habitual en la calle (aleación de cobre y oro), y el originario (de color rojo brillante), que lo emparentaba directamente con la voz griega, pyropós, de la que procedía. Podemos concluir por tanto que PYROPUS es un helenismo del latín, un préstamo lingüístico tomado del griego probablemente a partir de finales del siglo III a. C. (toma de Tarento), que es el momento en que los romanos comenzaron a acercarse a fondo a la cultura griega.

Noonday Rest, John William Godward (1910)

Podemos avanzar algo más. El griego pyropós (semejante al fuego, de color encendido) no era una palabra primitiva, sino compuesta: era el resultado de sumar dos suntativos: pyr (fuego) y ops (aspecto).

Nuestro viaje atrás en el tiempo nos permite dar un paso más: enlazar con la remota lengua indoeuropea hablada en las llanuras de Europa oriental hace más de cuatro mil años. De este modo sabemos que el griego pyr, como el inglés fire y el antiguo alto alemán fiur, descienden de una única voz indoeuropea: PUR, que es como denominaban al fuego nuestros remotos antepasados de las estepas.


viernes, 23 de mayo de 2008

El juicio de Friné

Una de las anécdotas más jugosas de la Grecia Clásica es la relativa a la cortesana Friné. Esta hetaira, célebre por su sensualidad y belleza, era asidua en los simposios atenienses, y llegó a convertirse en la amante y musa del escultor Praxíteles, que la utilizó como modelo para sus imágenes de la diosa Afrodita. Un amante anterior de Friné, despechado y celoso ante su creciente prestigio, la acusó gravemente ante el areópago de asebeia, a saber, impiedad hacia la divinidad, uno de los máximos delitos por los que podían ser acusados los antiguos atenienses (Sócrates murió de una acusación parecida). Se le imputó a Friné un doble cargo: haber comparado su belleza con la de la propia Afrodita, y haber quebrantado de palabra el sacro secreto de los Misterios Eleusinos.

La pensierosa, John William Godward (1913)

A petición del propio Praxíteles, fue el orador Hipérides, antiguo discípulo de Platón, el abogado defensor con el que contó la ilustre Friné ante los magistrados del areópago. Una vez comenzado el juicio, Hipérides se vio en el brete de no ser capaz de quebrar la voluntad de los jueces, firmemente dispuestos a condenar a la bella. Decidió entonces dar una última vuelta de tuerca: despojó a Friné súbitamente de sus vestiduras ante los sorprendidos ojos de los ancianos, y les explicó que el verdadero crimen sería privar al mundo de semejante belleza: la desnudez de Friné era ya un tributo a la misma Afrodita.

Friné ante el areópago, Jean-Léon Gérôme (1861)


Entre la herencia artística y literaria de este suceso del mundo antiguo podemos recordar el cuadro de Gérôme (1824-1904) que tenemos sobre estas líneas. Este pintor francés comenzó su trayectoria pictórica con un depurado neoclasicismo seguidor de la estela de Ingres más que de la de David, pero algunos años después dio un giro a su carrera especializándose en una pintura de factura académica y temática histórica o mitólogica, alejándose de este modo de las corrientes realistas y paisajísticas que por entonces marcaban el ritmo de la nueva pintura francesa.

En la obra que nos ocupa, de cuidada construcción escenográfica, se nos representa el juicio de Friné en una composición teatral que sigue el hieratismo de las grandes creaciones de David. Sin embargo, el gesto de pudor de la modelo, que oculta su mirada al espectador, nos sugiere una cercanía más propia de Ingres. Como es usual en las escenas neoclásicas de interiores que evocan la Antigüedad grecorromana, unas paredes desnudas de gran sobriedad sirven de marco al juicio en el que apenas hay más decoración que una escultura de Atenea en el centro mismo del areópago.

El lienzo presenta la singularidad de captar el momento en que Friné es desnudada ante los ojos de sus jueces: el cuerpo límpido de la cortesana señala la intersección de las dos masas cromáticas que configuran la armonía del cuadro: las rojas túnicas de los magistrados y el azulado peplo de Friné.



Amarilis, John William Godward (1903)


En el ámbito de la literatura, ya en el mundo antiguo Alcifrón (Cartas de cortesanas) y Luciano (Diálogos de las hetairas) dieron voz en el siglo II a Friné, pero prefiero detenerme en un eco mucho más cercano: el excelente texto Friné ante los jueces de la poetisa guatemalteca Luz Méndez de la Vega (1919), incluido en su poemario Helénicas (1998):

Indefensa y vulnerable.
Sola,
sin otro puñal
o espada heridora, que
mi palabra
y sin otro escudo
que mi belleza,
dejo caer mi túnica
ante vosotros.
Desnudo mi cuerpo
que adoraríais
si fuera de mármol frío,
o si estuviéramos solos,
sin otros ojos
que nos vieran
acariciarnos en el lecho.
¿Quién puede culpar
a la belleza plasmada
en carne y no en mármol,
por entregarse desnuda
-igual que la estatua-
a las manos que la acarician
y que en ellas se deleitan?
¿Quién puede culpar a la flor
que impúdica exhibe
la fresca plenitud
y el sexual aroma de su corola,
o a la fruta que sin ropaje
reluce bajo el sol e incita
voluptuosamente
a ser mordida?
Como la flor o la fruta,
aquí, yo, ante vosotros,
desnuda
como me vieran tantos ojos,
estatua viva
que modelaron tantas manos
y que gozaron tantos cuerpos,
os pregunto:
¿Es delito escuchar
la dulce voz de Eros
que incendia nieves?
¿o es crimen obedecer
el mandato
de la divina Afrodita
que me se señaló el camino
donador de placeres?
Inerme y vulnerable,
como mi desnudez,
espero la sentencia.
Yo,
sólo cumplí con mi destino.

EPÍLOGO
Cuando todos se fueron
el cuerpo de Friné
brillaba bajo el sol poniente
como una estatua de oro
y el más viejo de los jueces
se acercó
y, como si fuera a la diosa,
le puso un casto beso
sobre el sexo.

Una ofrenda a Venus, John William Godward

miércoles, 7 de mayo de 2008

Un soneto del siglo XVIII


A menudo he oído comentarios negativos sobre la creación literaria del siglo XVIII: "Es una literatura fría", se dice. Para desconsuelo de los que así piensan, la realidad dista de ser como ellos creen. Solo hay que acercarse sin prejuicios a las obras de esa época y conocerlas. Y para botón de muestra, presento hoy un soneto de un autor neoclásico que hogaño duerme el sueño de los justos: José Somoza (1781-1852), abulense de Piedrahíta, ciudad en la que residió casi toda su vida, y amigo íntimo de Jovellanos, Meléndez Valdés y Goya. El poema se titula La durmiente, y lo he seleccionado porque ofrece claras analogías, como veremos, con el anterior comentario sobre Endimión y Selene:


La luna mientras duermes te acompaña,
tiende su luz por tu cabello y frente,
va del semblante al cuello, y lentamente
cumbres y valles de tu seno baña.

Yo, Lesbia, que al umbral de tu cabaña
hoy velo, lloro y ruego inútilmente,
el curso de la luna refulgente,
dichoso he de seguir o amor me engaña.

He de entrar cual la luna en tu aposento,
cual ella al lienzo en que tu faz reposa,
y cual ella a tus labios acercarme;

cual ella respirar tu dulce aliento,
y cual el disco de la casta diosa,
puro, trémulo, mudo, retirarme.

Flaming June, Frederic Lord Leighton (1895)


El poeta nos dice cómo pretende en esta noche acercarse a la mujer cuyo cuerpo, durmiente ahora, desea gozar: seguirá el curso de la luna hasta su lecho. El primer cuarteto nos muestra la descripción del paso de los rayos de luna que cubren de luz el semblante y el cuerpo de la amada, en una gradatio que, desde el cabello y frente, alcanza las cumbres y valles de tu seno.

El segundo cuarteto da comienzo con una brusco cambio de perspectiva: el poeta, haciendo uso ahora de la primera persona, se contrapone a la amada, a la que otorga un sobrenombre, Lesbia, muy al gusto de los poetas neoclásicos, que seguían en esto a Catulo y a los neotéricos de la Antigua Roma. Los ecos clásicos no terminan aquí: nos aguardan igualmente en el horacianismo del verso 5: al umbral de tu cabaña. La desolación en la que está instalado el poeta le mueve a tomar una decisión que podrá poner fin a su cautiverio de amor: ha decidido seguir el curso de la luna hasta dar con las cumbres de la bella.

Los tercetos proponen un ritmo trepidante, alejado de la mesura rítmica que el autor había desplegado hasta este momento. La irrupción en el espacio privado de la mujer (en tu aposento) es descrita mediante anáforas (cual la luna (...) cual ella), nuevas resonancias clásicas (el disco de la casta diosa) y enumeraciones (puro, trémulo, mudo). El extraordinario verso final quiebra las expectativas del lector y nos retrotrae de nuevo a la desolada situación inicial.


Cimón e Ifigenia, Frederic Lord Leighton (1884)

La métrica acompaña con precisión el contenido del texto. Hay, pues, correlación entre fondo y forma. Los endecasílabos que describen el cuerpo de la mujer en el cuarteto inicial (vv. 2-4) son sáficos, y se contraponen a los endecasílabos heroicos del segundo cuarteto, que detalla las cuitas del poeta. Es sabido que los endecasílabos sáficos conceden una mayor dulzura rítmica al verso, frente al carácter más abrupto de los heroicos, y esto es justo lo que conviene al soneto. Pero no terminan aquí las excelencias métricas: los dos tercetos finales están compuestos en endecasílabos sáficos y melódicos, excepto uno, y no por casualidad: el v. 12 (cual ella respirar tu dulce aliento) tiene lugar justo cuando se produce la detención del poeta en su camino hacia Lesbia.

Hablé antes de las analogías de este soneto con el mito de Endimión y Selene. Veámoslo. La Luna, claro símbolo femenino, impulsa al autor a traspasar la puerta de su amada; es propio del Romanticismo, aquí incipiente, que la naturaleza o el cosmos acompañen el sentimiento del poeta. En el mito de Endimión, la Luna busca a su amado; en este soneto, es la Luna la que lleva al poeta de la mano hasta el umbral de Lesbia.

El despertar de Adonis, John William Waterhouse (1900)


martes, 6 de mayo de 2008

Borges y el mito de Endimión y Selene

Uno de los mitos más conmovedores que conozco es el de Endimión y Selene. No solo es una leyenda que ofrece una gran riqueza interpretativa sino que es también un mito que ha dejado en Occidente una copiosa herencia artística y literaria, como trataré de demostrar.

La vida del pastor Endimión, hijo de Zeus y de la ninfa Cálice, cambió por completo el día que Selene, la diosa de la Luna, lo descubrió. Al contemplar a aquel durmiente desnudo en un agreste paraje cercano a Mileto, la divinidad quedó turbada ante su belleza. Acostumbrada muy pronto a yacer con el joven todas las noches en una cueva del monte Latmos, su pasión solo quedó saciada cuando en un beso concedió al efebo la inmortalidad: permanecería eternamente dormido de modo que la lozanía y el vigor de su juventud quedasen inalterables para siempre.


Sueño de Endimión, Louis Girodet (1791)

Varias son las interpretaciones que podemos hacer de este mito: una, de naturaleza irracional, es la que propone Borges en el poema que ofrezco más abajo: el tocado por la divinidad ha cruzado una exigua frontera tras la que no es fácil regresar. En la estela de esta lectura tenemos a toda la poesía de carácter visionario.

Otra exégesis es de tipo histórico, pero de una historia remota. Cuando los dorios indoeuropeos, portadores de una cultura patriarcal, invadieron el Peloponeso, en una fecha en la que los especialistas aún no se ponen de acuerdo, se toparon con una cultura preindoeuropea, pacífica y matriarcal, y análoga a la que en Creta cimentó una espléndida civilización. Esta cultura actuó de sustrato, como suele ocurrir en este tipo de invasiones, y en nuestro mito lo hizo del siguiente modo: el jefe dorio invasor, a fin de legitimar su ocupación, celebraba unos esponsales rituales con la Luna, divinidad matriarcal propia de estos pueblos preindoeuropeos. El mito de Endimión y Selene sería, por tanto, un viejo residuo de aquel remoto rito legitimador.


Endimión en el Monte Latmos, John Atkinson Grimshaw (1879)

De las múltiples obras que ha inspirado este mito, he elegido dos cuadros que me parecen singularmente bellos y que acabo de poner más arriba. Contemplémoslos con algo más de detalle.

El primero, Sueño de Endimión, es una obra destacada porque pone de manifiesto la transición entre Neoclasicismo y Romanticismo en una época aún temprana (1791). La precisión en el dibujo y el tratamiento escultórico de los cuerpos nos sitúa en la estela de Ingres y, sobre todo, de David, su mentor y principal puntal de la escuela clasicista. Pero el erotismo, el tratamiento de la luz y la intensa presencia de la naturaleza nos llevan a un incipiente romanticismo. Es digna de reseñar también la torsión del cuerpo de Endimión, tan alejada de los patrones neoclásicos. Pero lo que destaca especialmente es, a mi juicio, la espiritualidad pagana que se desprende de la delicada comunión entre Endimión y la diosa, vehiculada por el rayo de luz que emerge del lado superior del lienzo y alcanza el rostro del efebo, casi sumido en éxtasis.

El segundo, Endimión en el Monte Latmos, es un cuadro simbolista notablemente diferente del anterior. Una diosa adelgazada hasta la extenuación, casi convertida en hada, contempla arrobada a su amado, quien continúa en su sueño eterno. Su cuerpo girado hacia el pastor, los brazos cruzados sobre el pecho y la actitud ensimismada de esta Selene decadente contrastan vivamente con la molicie en la que yace Endimión, ajeno a la pasión que se derrama sobre él.

Endimión, Arthur Hughes (1870)

Un escritor que dejó un hermoso poema sobre nuestro mito fue Borges. El autor argentino recreó el tema en uno de sus últimos libros de poesía: Historia de la noche (1977). Su título es, una vez más, Endimión en Latmos:


Yo dormía en la cumbre y era hermoso
Mi cuerpo, que los años han gastado.
Alto en la noche helénica, el centauro
Demoraba su cuádruple carrera
Para atisbar mi sueño. Me placía
Dormir para soñar y para el otro
Sueño lustral que elude la memoria
Y que nos purifica del gravamen
De ser aquel que somos en la tierra.
Diana, la diosa que es también la luna,
Me veía dormir en la montaña
Y lentamente descendió a mis brazos
Oro y amor en la encendida noche.
Yo apretaba los párpados mortales,
Yo quería no ver el rostro bello
Que mis labios de polvo profanaban.
Yo aspiré la fragancia de la luna
Y su infinita voz dijo mi nombre.
Oh las puras mejillas que se buscan,
Oh ríos del amor y de la noche,
Oh el beso humano y la tensión del arco.
No sé cuánto duraron mis venturas;
Hay cosas que no miden los racimos
Ni la flor ni la nieve delicada.
La gente me rehuye. Le da miedo
El hombre que fue amado por la luna.
Los años han pasado. Una zozobra
Da horror a mi vigilia. Me pregunto
Si aquel tumulto de oro en la montaña
Fue verdadero o no fue más que un sueño.
Inútil repetirme que el recuerdo
De ayer un sueño son la misma cosa.
Mi soledad recorre los comunes
Caminos de la tierra, pero siempre
Busco en la antigua noche de los númenes
La indiferente luna, hija de Zeus.


Plenilunio, John Atkinson Grimshaw (1872)

Borges propone un acercamiento ahíto de erotismo desde la melancolía de la madurez, donde predominan la nostalgia del amor y la memoria del bien perdido. Abunda en alusiones intertextuales: las resonancias poéticas barrocas sobre el sueño y la muerte, la presencia del Nocturno de José Asunción Silva (Oh las puras mejillas que se buscan...), la poesía mística de San Juan de la Cruz o la autorreferencialidad literaria del propio Borges...

El poema se estructura con claridad en dos segmentos: la parte primera (hasta el verso Oh el beso humano y la tensión del arco) recoge el monólogo dramático de Endimión en el que evoca su pasado y su encuentro amoroso con Ártemis, la diosa de la Luna. El recuerdo de la unión íntima está teñido de un erotismo contenido donde no están ausentes ni el hechizo provocado por el fulgor de la divinidad (Yo no quería ver el rostro bello // Que mis labios de polvo profanaban) ni el desvanecimiento del orgasmo (Oh ríos del amor y de la noche, // Oh el beso humano y la tensión del arco).

La segunda parte recoge el desvaído presente del que fuera amante de la diosa: nos explica que toda su vida posterior ha estado signada por aquellos encuentros sacros de su juventud, y cómo, desde el fervor de su melancolía, solo aspira a reencontrarse de nuevo con la blanca deidad de la noche.

Evening Mood, William Bouguereau (1882)

lunes, 5 de mayo de 2008

Un mito olvidado: Ceix y Alcíone

Ceix y Alcíone (hija de Eolo, dios de los vientos) formaban un matrimonio tan feliz que acabó despertando la envidia de los mismos dioses. Ovidio en sus Metamorfosis nos cuenta que los amantes llegaron a compararse en su gloria a Zeus y a Hera, lo que que no les facilitó las cosas a ojos de las divinidades del Olimpo. En un momento determinado, Ceix se vio obligado a marchar a Claros (Jonia) a consultar un oráculo. En plena travesía marítima, el celoso Zeus envió un rayo a la embarcación que provocó su naufragio y la muerte de Ceix. Morfeo reveló poco después en sueños la suerte de su esposo a Alcíone , que quedó sumida en el desconsuelo. Supo además por el dios el lugar donde las olas habían arrojado el cadáver de Ceix. Cuando lo tuvo ante sí, se suicidó arrojándose al mar. Los dioses, movidos por la compasión, decidieron metamorfosear a la desdichada pareja en unas aves de voz lastimera: los alciones, más conocidos como martines pescadores. Zeus, apiadado también de ellos, ordenó que los vientos se calmasen durante los siete días que preceden y los siete que siguen al solsticio de invierno, que es cuando los alciones incuban sus huevos. Son los "días del alción", que no conocen las tempestades.


El pintor británico Herbert Draper (1864-1920) nos ha dejado la que tal vez es la más bella representación artística de este mito. Su título es precisamente Alcíone (1915):

El lienzo recoge el instante en que Alcíone contempla los despojos de Ceix y se dispone a consumar su trágico destino. Cinco ninfas, dispuestas en un hábil esquema compositivo (cuatro a la derecha y una con los brazos extendidos a la izquierda) configuran un triángulo isósceles en cuyo centro se yergue desolada la figura de Alcíone. Además, la verticalidad de esta crea una ruptura del triángulo anteriormente descrito, contribuyendo así a lograr un precario equilibrio donde se asienta buena parte del atractivo del cuadro. Por otro lado, tenemos una armonía cromática entre las aguas azul-verdosas y la vestimenta de Alcíone, en unas tonalidades que parecen continuar el cromatismo de las aguas. Estos tonos evocan, además, el plumaje de los alciones, como se puede comprobar en la foto inmediatamente anterior.

El gesto de desesperación de la protagonista, acompañado de las estudiadas poses de las ninfas que la circuyen, tiene además algo destacado: el espectador centra su mirada en un punto concreto: el brazo de Alcíone alzado y reclinado sobre su cabeza. Ese punto es el vértice de un rectángulo menor delimitado por la razón áurea o número dorado. Haber incluido en el lienzo esta proporción ya conocida en la Antigüedad por los griegos no es, desde luego, el menor de sus méritos.

domingo, 4 de mayo de 2008

Dos interesantes (y poco conocidas) etimologías

Alguna vez he oído la tontería "el patrimonio debe ir con el matrimonio". Desde luego que más de uno procurará que vayan unidos (y bien unidos), pero yo creo que la única proximidad real que presentan es la etimológica. Veámoslo.

Nuestra voz "matrimonio" procede directamente de la latina MATRIMONIUM, que significaba lo mismo que en español. Hemos heredado, por tanto, forma y valor semántico. Sin embargo, en un primer momento, cuando esta palabra compuesta apareció en Roma, tenía un significado levemente distinto: "ceremonia que hace recordar a la madre legítima". Expliquemos esto con más detalle: los dos elementos que integran esta palabra compuesta son MATER ("madre") y el verbo MONEO, MONES, MONERE, MONUI, MONITUM ("hacer recordar"). Por tanto, el MATRIMONIUM era el acto o la ceremonia que hacía recordar a una mujer como madre legítima de la prole futura. Esto era necesario tanto para legitimar a la esposa como a su descendencia, especialmente en una sociedad tan legalista como la romana.

Pero podemos ir algo más allá: la palabra latina MATER hereda la forma indoeuropea MATER. La lengua indoeuropea es la lengua madre del latín y de muchas otras (entre ellas el griego clásico) y se habló aproximadamente entre 3500 a.C. y 1500 a. C. en un territorio vasto entre Europa y la India. Lo que a mí me interesa reseñar aquí es la etimología de esta bellísima palabra: MATER. En aquella remota lengua de las estepas centroeuropeas, "mamá" se decía "ma", y está demostrado que el sufijo indoeuropeo que indicaba parentesco era " -ter", por lo que la construcción del término MATER fue temprana. Este es, pues, el origen de las hermosas palabras (mère, mâe, madre, mother, mutter, etc.) con las que desde tiempo inmemorial designamos a nuestras madres.

Ask Me No More, Sir Lawrence Alma-Tadema (1906)


La otra palabra, "patrimonio", presenta un origen y una evolución paralelos. El término latino PATRIMONIUM significaba lo mismo que en español ("conjunto de bienes poseídos"), pero, al igual que la palabra anterior, también compuesta, tuvo en sus orígenes un valor semántico levemente distinto: "bienes que se poseen de los padres" o lo que es lo mismo: "bienes heredados de los padres". Los dos términos de esta forma compuesta son PATRES ("los padres"), y MONEO ("hacer recordar", como indiqué más arriba), por lo que en su origen la voz PATRIMONIUM no era sino "bienes que perpetúan el recuerdo de los padres", algo de especial relieve en una sociedad como la romana en la que revestía una particular importancia el culto a mayores y antepasados.

Expectations, Sir Lawrence Alma-Tadema (1885)

miércoles, 30 de abril de 2008

Annabel Lee: el último poema de Poe

En cierta ocasión que Juan Ramón Jiménez estaba impartiendo una clase de literatura en su exilio puertorriqueño, alguien le preguntó quiénes eran los mayores poetas norteamericanos del siglo XIX. El poeta de Moguer contestó sin vacilar: "Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman". Pues sí. Resultaba que el poeta de dolorosa existencia y creador del moderno relato de terror era también uno de los mayores líricos de Norteamérica. No voy a resumir aquí su vida por ser suficientemente conocida: sus problemas con el padrastro, su alcoholismo y afición al láudano, su brillante oratoria, su magnetismo personal y su triste muerte abandonado de todos en un hospital de Baltimore han sido suficientemente estudiados.



Sí hay dos aspectos que me interesan de Poe: el primero es su sabia combinación de racionalismo e intuición. En efecto, es extraño que un poeta visionario y maestro de la estética irracional como Poe tuviese la necesaria clarividencia para analizar con realismo el proceso de gestación de un poema. The Philosophy of Composition es una obra capital de la crítica literaria de todos los tiempos: explica en ella con todo lujo de detalles cómo concibió y escribió The Raven, y cómo permaneció atento a los efectos rítmicos, compositivos y sugestivos del texto poético.

Otro aspecto que me interesa del maestro de Boston es su fértil descendencia literaria: más allá de Baudelaire y sus célebres traducciones, hallamos testimonio de su presencia en los simbolistas franceses (Rimbaud, Verlaine, Lautréamont, Mallarmé...), pero también en Wilde, Wells, Stevenson, Arthur Machen... Por ceñirnos solo a nuestro ámbito hispánico, podemos recordar la huella que dejó en Baroja, Blasco Ibáñez, José Asunción Silva, Rubén Darío, Horacio Quiroga o Borges. La traducción que de sus cuentos llevó a cabo Cortázar es ejemplar en su género.

Efecto nocturno, William Degouve de Nuncques (1896)



Uno de los poemas de Poe que más intensamente me han cautivado desde siempre es precisamente el último que escribió: Annabel Lee. Leámoslo primero y veamos después qué podemos decir de él:


It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea;
But we loved with a love that was more than love-
I and my Annabel Lee;
With a love that the winged seraphs of heaven
Coveted her and me.

And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud, chilling
My beautiful Annabel Lee;
So that her highborn kinsman came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.

The angels, not half so happy in heaven,
Went envying her and me-
Yes!- that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud by night,
Chilling and killing my Annabel Lee.

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we-
Of many far wiser than we-
And neither the angels in heaven above,
Nor the demons down under the sea,
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee.

For the moon never beams without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise but I feel the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling- my darling- my life and my bride,
In the sepulchre there by the sea,
In her tomb by the sounding sea.

Ruinas junto al mar, Arnold Böcklin (1880)


En español tenemos la excelente versión de María Cóndor y Gustavo Falaquera (Poesía completa, Hiperión, Madrid, 2000):

Hace muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
vivía una doncella
cuyo nombre era Annabel Lee;
y vivía esta doncella sin otro pensamiento
que amarme y ser amada por mí.

Yo era un niño, una niña ella,
en ese reino junto al mar,
pero nos queríamos con un amor que era más que amor,
yo y mi Annabel Lee,
con un amor que los serafines del cielo
nos envidiaban a ella y a mí.

Tal fue esa la razón de que hace muchos años,
en ese reino junto al mar,
soplara de pronto un viento, helando
a mi hermosa Annabel Lee.
Sus deudos de alto linaje vinieron
y se la llevaron apartándola de mí,
para encerrarla en una tumba
en ese reino junto al mar.

Los ángeles, que no eran ni con mucho tan felices en el Cielo,
nos venían envidiando a ella y a mí…
Sí: tal fue la razón (como todos saben
en ese reino junto al mar)
de que soplara un viento nocturno
congelando y matando a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era mucho más fuerte
que el amor de nuestros mayores,
de muchos que eran más sabios que nosotros,
y ni los ángeles arriba en el Cielo,
ni los demonios abajo en lo hondo del mar,
pudieron jamás separar mi alma
del alma de la hermosa Annabel Lee.

Pues la luna jamás brilla sin traerme sueños
de la bella Annabel Lee;
ni las estrellas se levantan sin que yo sienta los ojos luminosos
de la bella Annabel Lee.
Así, durante toda la marea de la noche, yazgo al lado
de mi adorada -mi querida- mi vida y mi prometida,
en su tumba junto al mar,
en su tumba que se eleva a las orillas del mar.

Pilgrim at the Gate of Idleness, Edward Burne-Jones (1893)


El poema fue publicado por vez primera el 9 de octubre de 1849, dos días después de la muerte de su autor, en el New York Daily Tribune. Su argumento es el siguiente: el narrador evoca su amor de juventud por Annabel Lee "en un reino junto al mar". Esta pasión provoca la envidia de serafines y demonios, que acaban con la vida de la doncella. Pero su presencia espectral llega a pervivir más allá de su muerte, haciéndose real al fin la fusión de las almas.

Annabel Lee está probablemente inspirada en Virginia Clemm, la desdichada esposa del poeta que había fallecido en enero de 1847. Su pérdida sumió en la desesperación a Poe. Él había declarado en varias ocasiones que "la muerte de una joven hermosa era el tema más poético del mundo", y esto es precisamente lo que encontramos en nuestro poema.


Amor de Abril, Arthur Hughes (1856)


El poeta se vale de amplios recursos literarios para crear la hipnótica musicalidad del poema. Veamos algunos de ellos. Tenemos aliteraciones

de /w/:

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we–
Of many far wiser than we-

y de nasales (/m/ y /n/):

It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

Hay abundancia también de anáforas, repeticiones, rimas internas (chilling and killing) y una cuidada selección léxica: el comienzo It was many and many a year ago recrea la ambientación fantasmagórica y remota de los cuentos de hadas, y términos como kingdom y maiden evocan un mundo onírico medieval. El fonema /i:/, que para Poe era el del misterio poético, está ampliamente representado: sea, Lee, me, we, beams... La métrica juega un papel esencial en la musicalidad del poema: tenemos una rica variedad de ritmos que sugieren con eficacia lo que los significantes evocan.

Bóreas, John William Waterhouse (1903)


Nos encontramos, en definitiva, ante uno de los textos que mejor ejemplifican la teoría de la creación poética en Poe y, sin duda, ante uno de los mejores poemas de la literatura norteamericana.

Para terminar, quiero señalar
aquí y aquí dos estupendas muestras del poema recitado en inglés; y también aquí la recreación musical que Radio Futura hizo hace algunos años del poema.

Absence makes the Heart Grow Fonder, John William Godward (1912)

martes, 29 de abril de 2008

Un poema de Luis Felipe Vivanco

Luis Felipe Vivanco (1907-1975) es un escritor injustamente olvidado de nuestra memoria literaria. Su centenario tuvo lugar el pasado año, y apenas halló algún débil eco en los medios de comunicación. Era un poeta fino, de delicado deje melancólico, que fue preterido por razones políticas. Nacido en San Lorenzo de El Escorial, estudió Arquitectura y Filosofía y Letras en Madrid. La República supuso para él su gran oportunidad creativa: estrechó lazos con Rafael Alberti, Pablo Neruda, Juan Panero y Luis Rosales. Publicó poemas vanguardistas que nunca abdicaron del todo de ese ritmo de silencio que le es caracterísitico. Dio a conocer sus textos en la revista literaria Cruz y Raya. Al estallar la guerra, pese a su declarado republicanismo, determinadas circunstancias familiares lo situaron en el lado franquista. Sus poemas de la etapa republicana solo vieron la luz en 1958, en Memoria de la plata, uno de los poemarios más recomendables de la postguerra española. Publica en la revista Escorial junto a otros miembros de su generación, la del 36, como Luis Rosales o Dionisio Ridruejo. Su creación poética se caracteriza por un tono intimista y cercano al lector, pero también espiritual y trascendente, como podremos ver en el texto que presento a continuacion.


PENSAMIENTO DE OTOÑO

Aún quedan viejas tapias en el mundo.
(Sabemos que morir no es estar muertos.)
Aún quedan en el alto acantilado
flores de brezo.

Sabemos al morir que nuestros pasos
cansados no querían ir tan lejos.
(Aún queda esa colina bronceada
de helechos secos.)

La entraña del pinar es sombra pura.
Rayos de un sol de otoño velan, trémulos,
su orilla de vivientes florecillas
y húmedo suelo.

Rayos de un sol de otoño, nuestros pasos
no nos quieren llevar fuera del tiempo.
Morir -o huido barco entre las olas-
no es estar muertos.



Idilio otoñal, John Atkinson Grimshaw (1885)


El poema plantea un tema interesante: la delicada sensibilidad del poeta intuye la frágil pervivencia del alma tras la muerte, pero esta realidad trascendente, lejos de consolarlo, lo induce a vivir aún más intensamente esta vida: la del lado de acá, en una suerte de moderno carpe diem. Los símbolos de muerte se agolpan por todo el poema ("viejas tapias", "acantilado", "helechos secos", "huido barco entre las olas") además de aparecer su referencia explícita ("morir", "muertos" repetidos simétricamente en la primera y última estrofa). Sin embargo, si leemos con más detenimiento, veremos que en la primera mitad del poema (estrofas 1 y 2), tenemos imágenes bullentes de vida enlazadas a las anteriores: el "alto acantilado" está cubierto de tímidas "flores de brezo" y los "helechos secos" dormitan en una "colina bronceada" por los rayos del sol. El poeta ha desempañado de vaho la ventana que lo comunica con el otro lado de la existencia: sabe "que morir no es estar muertos", pero sigue aferrándose dolorosamente a la vida: "nuestros pasos // cansados no querían ir tan lejos". El matiz cobra mayor importancia en un poeta de firmes creencias católicas en aquella España oscura.

Octubre, James Jacques-Joseph Tissot (1877)

En la segunda parte del texto (estrofas 3 y 4) el poeta entrevé esa realidad trascendente, metaforizada en la imagen "la entraña del pinar es sombra pura", velada por desvaídos rayos otoñales. Este otoño, con su lánguida decadencia, con su sopor, es una sombra que recorre todo el poema, dotándolo de intensos valores simbólicos.


Pero el poeta rehúye esa visión que lo tienta y decide no arredrarse y enderezar el rumbo de sus pasos, que "no nos quieren llevar fuera del tiempo". No puede ser más claro: nuestro autor rechaza esa vida más allá de la vida, y alaba los gozos, precarios pero seguros, de nuestra existencia.

Huérfano, James Jacques-Joseph Tissot (1879)

domingo, 27 de abril de 2008

Elegy, una gran película de Isabel Coixet

Ayer vi Elegy, la última obra de la directora catalana Isabel Coixet, y quedé gratamente sorprendido. El argumento de esta película, inspirado en El animal moribundo (The Dying Animal) de Philip Roth, es sencillo: un reconocido profesor universitario de literatura, David Kepesh (Ben Kingsley) vive de modo artificial una perpetua adolescencia refugiado en sus numerosas amantes y en su prestigio nacional de crítico literario (publica regularmente en The New Yorker). Su vida de elegante bohemio dará un giro radical cuando aparezca en sus clases y en su lecho Consuela Castillo (Penélope Cruz), hermosa estudiante de ascendencia cubana. El flirteo dará lugar a un amor vivido con una singular intensidad que iluminará con un nuevo sesgo su existencia, y lo colocará en el trance de tomar decisiones que podrán quebrar algo más que la dulce deriva en la que había convertido su vida. La relación terminará bruscamente, pero él va a continuar amarrado a su recuerdo. Años después, Consuela reaparecerá de forma repentina, siendo portadora de una trágica noticia.



La película está filmada de modo exquisito y el espectador percibe que la búsqueda estética ha sido una constante de la directora. El afán de belleza es patente en las delicadas imágenes, en la melancólica fotografía, en el cromatismo de las escenas. El proceso de seducción está narrado con solvencia y no hay abuso de escenas eróticas.



Es soberbio el proceso de indagación psicológica en el ánimo de la pareja protagonista, especialmente el aquilatamiento del alma femenina. Se nos muestran las sutilezas de la relación y la felicidad instalada en el cruce de miradas; pero también los celos infundados y el tormento que acompaña al desgraciado profesor al reflexionar sobre la diferencia de edad que los separa (más de treinta años) y la necesaria fragilidad de la relación.



Ben Kingsley cumple sobradamente su papel: tenemos delante a un cobarde que ha opacado su vida y no es capaz de arrostrar el reto que le propone Consuela. Esta ofrece una riqueza de matices en la que es fácil ver la huella de Coixet. Los personajes secundarios, como George O´Hearn (Dennis Hopper), el poeta y confidente del profesor, o Carolyn (Patricia Clarkson), su amante de toda la vida, proponen un lúcido contrapunto a la historia central.



Pero la película es más cosas: es una profunda reflexión sobre el paso del tiempo, sobre la transitoriedad del amor, sobre la amistad, sobre la muerte, sobre la caducidad de la belleza y el modo que esta repercute sobre nosotros, sobre la literatura, en definitiva, y el modo en que nos valemos de esta para acrecentar nuestras vidas, pero también para engañarnos con ella. Cualquier lector avisado habrá advertido que los temas precedentes son en verdad los grandes temas de la historia de la literatura, y haber sabido incluirlos con elegancia en esta película no es precisamente el menor de sus méritos.

lunes, 21 de abril de 2008

Francisco de Miranda: un héroe olvidado

Francisco de Miranda (1750-1816) es uno de los personajes más fascinantes de la historia hispanoamericana. Viajero ilustrado, gran militar, estadista y escritor, es el precursor de la emancipación de Hispanoamérica y una figura destacada de las letras dieciochescas en español, por más que su obra literaria sea injustamente desconocida en España. Conoció personalmente a Napoleón y mantuvo una estrecha amistad con Simón Bolívar, Washington, Federico II de Prusia, Catalina II la Grande de Rusia, Wellington, O´Higgins, Sucre, San Martín... Fue amante de la misma emperatriz de Rusia, quien, enamorada del ilustre caraqueño, le rogó inútilmente que no abandonara ni la corte de San Petersburgo ni su lecho. Intervino heroicamente como militar de alta graduación en el ejército español en África, en la guerra de Independencia norteamericana, en la Revolución Francesa y en la guerra de Emancipación hispanoamericana. Personaje cultísimo, formó una de las más completas bibliotecas de su tiempo. Traicionado por Bolívar y otros oficiales, murió en Cádiz, donde sus huesos siguen reposando en una fosa común. Pero vayamos por partes.

Francisco de Miranda

Miranda nació en Caracas en 1750, donde adquirió una sólida cultura humanística: Latín, Gramática, Teología, Jurisprudencia, Medicina... Embarcó en el caraqueño puerto de La Guaira en 1771 rumbo a España. Conoció el espléndido Madrid ilustrado de Carlos III: el Paseo del Prado, las fuentes de Neptuno y Cibeles, la Puerta de Alcalá... Tuvo algún papel en la intensa vida cultural del momento y participó en las célebres tertulias literarias de la Fonda de San Sebastián. Sin interrumpir en ningún momento su deseo de continuar formándose ni su apasionada búsqueda de libros, decidió ingresar en el ejército español y en 1773 obtuvo su Patente de Capitán. Entre 1773 y 1780 está destinado en las plazas militares de Madrid, Granada, Cádiz y Melilla. De 1774 a 1775 combate en Melilla y Argel a ejércitos musulmanes.

Destinado a Cuba en 1780, pasa a Florida en 1781, donde interviene de modo destacado en la
batalla de Pensacola (8 de mayo de 1781), donde tropas españolas infligen una decisiva derrota a Inglaterra que permite recuperar la Florida. Por su destacado papel en la batalla, Miranda es ascendido a Teniente Coronel. El Imperio Español está decidido a asestar el golpe definitivo a la presencia inglesa en el Caribe. Miranda es enviado como agente secreto a Kingston (Jamaica) para conocer de cerca la situación de la colonia británica. En 1782 España conquista las Bahamas: Miranda interviene en la operación militar y es el jefe de las negociaciones ante Inglaterra, de quien obtiene la devolución completa del archipiélago. España le agradece sus méritos de la forma habitual: una orden de la Inquisición pide sus arresto por tenencia de libros prohibidos, por lo que se ve obligado a abandonar el ejército al que tan eficazmente había servido y embarcar hacia EEUU (1783).

Viaja por Charleston, Filadelfia, Boston y Nueva York. Conoce a Washington y a Samuel Adams. Deja un reguero de amantes en el país. El largo brazo de la Inquisición le obliga a embarcar a Inglaterra (1785). Comienza un extraordinario periplo por Europa, del que deja fiel constancia en su voluminosísimo Diario, convirtiéndose de este modo en el memorialista más destacado de todo el siglo de las Luces. Visita Holanda, Sajonia, Bohemia, Hungría, casi toda Italia y Grecia: es el primer hispanomericano en visitar y describir la Acrópolis ateniense, Delfos o Corinto, aún bajo domino turco. Conoce Constantinopla y el imperio otomano, dejando detallada cuenta de todo lo que ve: monumentos, sociedad, incidentes domésticos de todo tipo, etc. A fines de 1786 llega al imperio ruso, donde es recibido por el príncipe Potemkin. En Kiev es presentado a la emperatriz Catalina II la Grande, quien se enamora de él y le convierte en su amante. Le autoriza a vestir el uniforme del ejército ruso. Le confía sus proyectos independentistas.


Catalina II de Rusia

Continúa su magno periplo por los países nórdicos: Finlandia, Suecia (donde es recibido por el rey Gustavo III), Noruega y Dinamarca. Luego va a Holanda, Bélgica, Alemania, Suiza, norte de Italia y Francia. En 1789 lo encontramos en conversaciones con el Primer Ministro británico William Pitt sobre su proyecto independentista. Marcha a Francia, metida de lleno en el proceso revolucionario. Llega a París el 23 de marzo de 1792. El 1 de septiembre es nombrado Mariscal de Campo y poco después Segundo Jefe del Ejército del Norte. Con ese rango interviene en la decisiva batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792), que salvó la Revolución de los enemigos exteriores.

Batalla de Valmy

En octubre es ascendido a general de los ejércitos de la República Francesa. Es denunciado injustamente y conoce el infierno de las cárceles revolucionarias, llegando a estar cerca de la guillotina. Es liberado el 16 de enero de 1795. Conoce a Napoleón Bonaparte, quien dice de él: "Tiene el fuego mágico en el alma". De su intensa actuación en Francia han quedado su nombre en el Arco de Triunfo de París, su retrato en el Palacio de Versalles y su estatua en el campo de batalla de Valmy.

Nombre de Miranda grabado en el Arco de Triunfo de París

Viaja a Londres, donde se instala con su ama de llaves: Sarah Andrews, quien le dará dos hijos. Prepara el gobierno provisional de la América independiente. Lega parte de su biblioteca a la Universidad de Caracas. Viaja a EEUU, donde visita al presidente Jefferson, a quien pide apoyo para su causa. Arma un bergantín y dos goletas y se dirige a las costas de Venezuela, donde es rechazado. Regresa a Inglaterra en 1808, donde convence al gobierno británico de la necesidad de dirigir una gran expedición contra el imperio español. La ocupación de España por Napoleón desbarata estos planes. En 1810, arriban a Londres los comisionados de la Junta Suprema de Gobierno de Caracas, Simón Bolívar y el humanista Andrés Bello. Regresa a Caracas y forma parte del Congreso Constituyente de 1811.

Regreso de Miranda a Caracas (1811)

Surgen levantamientos por doquier que persiguen el restablecimiento del poder español. Miranda es nombrado Jefe del Ejército con poderes dictatoriales. Ante la desorganización e indisciplina de sus tropas, decide establecer una tregua con el general español, Domingo Monteverde. Simón Bolívar y otros, en la página más vergonzosa de su carrera, detienen a Miranda y lo entregan a los españoles, cuando nuestro hombre se proponía embarcarse para Curazao a fin de organizar la reconquista republicana desde Cartagena. Es llevado a Cádiz en 1813, donde es encerrado en el calabozo de La Carraca. El antaño amante de la emperatriz de todas las Rusias, precursor de la Emancipación americana y viajero infatigable por todas las cortes de Europa sufre un ataque de apoplejía que lo lleva a la muerte el 14 de julio de 1816. Sus restos siguen descansando en una fosa común en Cádiz. El Panteón de Hombres Ilustres de Caracas alberga un cenotafio del prócer, a la espera de repatriar algún día los ajetreados huesos del gran venezolano.

Miranda en La Carraca, Arturo Michelena (1896)

Como escritor es autor de los mencionados Diarios, un conjunto extenso de volúmenes donde en una prosa de gran modernidad, alejada de ciertos gustos estilísticos de su tiempo, nos relata con todo lujo de detalles los pormenores de sus viajes. Nada escapa a la sagacidad de su ojo crítico: las vestimentas, los usos de la corte, la gastronomía, la etiqueta empleada, los mercados, los usos de las clases bajas... Describe con minuciosidad monumentos, iglesias y ciudades. Su valor excede lo puramente literario y penetra en lo histórico y sociológico. Es lamentable que esta obra magna del siglo XVIII europeo no esté publicada en España, y sí lo esté (y completa) en numerosos de los países que Miranda visitó.

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En 2001 visité Colombia y Venezuela. Aprendí a amar esos países y su extraordinaria herencia cultural. Aprendí también a admirar la figura de Francisco de Miranda, cuya biografía he glosado sucintamente aquí. En Caracas encontré una edición selecta de sus célebres Diarios, que terminé de leer en España. Justo cuando cerré el libro, escribí el siguiente relato, que ofrezco ahora a mis lectores:


Un manuscrito


El 30 de diciembre de 1785 el venezolano Francisco de Miranda examinó el más antiguo manuscrito conocido de Virgilio en la Biblioteca Laurenziana de Florencia, y quedó extrañamente sorprendido.

Se trataba de un códice tardío, coetáneo de las invasiones germánicas, y había sido finamente glosado en sus márgenes por un cónsul.

Encima de un ventanal renacentista sobresalía una esfinge de huidiza mirada. Parecía querer indagar en el alma de los ocasionales visitantes del recinto.

Una brusca ráfaga de viento, como aquellas que oreaban los farallones de La Guaira en la olvidada Caracas de su niñez, se coló por una ventana. Miranda vio al instante el delicado hilo que enlazaba al decadente cónsul romano que glosó aquella Eneida con el texto que hoy desempolvaba bajo la atenta mirada de la esfinge.

El futuro prócer grancolombiano recordó en este momento que dos años atrás había desertado del ejército del rey Carlos III, injustamente acusado, y huido a la península de la Florida, donde conoció el naciente estado americano. Allí luchó con los ejércitos rebeldes y allí concibió la utopía de liberar a su patria.

Ahora se hallaba en Italia, en el viaje iniciático de todo americano ilustrado por Europa, tratando de buscar apoyo para una causa que creía estéril, pero tan necesaria como el desgastado aire que respiraba en Toscana.

Ante aquel texto de Virgilio, percibió el tono monocorde de un gozne de bronce que solo ahora alguien se atrevía a golpear. La aldaba que resonaba no era sino la de su propia conciencia, que le recordaba otro tono monocorde que ya había descubierto en los años de su mocedad tropical: los versos desgarrados de un Guido Cavalcanti transcritos en un vetusto facsímil que ya no podía recordar ni ver, pero en los que creyó notar un misterioso precedente de lo que en este momento le helaba las mientes: la escritura ligera y perfecta, casi infantil, de aquel lejano cónsul en una uncial remota.

Rufo Turcio Apronio no ignora que ya no tiene tiempo para la huida. Los vándalos cercan la Urbe; Estilicón ha sido asesinado. Prevé el fin de sus días que nunca fueron de vino y rosas pero no se resigna a enterrar su daga de metal sobrepujado con la inscripción griega panta rei
en su orondo cuello de puerco cebado. El delicado reflejo de luz que produce la hoja de la daga repele en él todo deseo de agonía. Sabe que el péndulo informe ha alcanzado el nadir de su ciclo secular y él no es sino un actor más de la ficción borgeana que le ha sido dado representar.

La delación ha sido descubierta pero nada turbia, en su soledad, la paz del recinto, solo agotada por las pesadas caléndulas que en el suelo mismo mecen su sopor.

De pie sobre el triclinio, extrae de aquella confusa biblioteca de Babel un rollo de papiro donde su mocedad trazó en rasgos de intenso azul todo el esplendor de un tiempo abolido.

El prócer posa sus dedos lentamente sobre el texto que huele a mugre pútrida. El sol se va poniendo tras los ventanales de la Biblioteca Laurenziana y constata con una amarga sonrisa que describir aquella escena en su Diario como un "crepúsculo bañado en rojo sanguinolento" no es sino una ineficaz imagen desgastada por el uso.

Rufo decide tumbarse cómodamente en su triclinio mientras repasa por última vez sus notas pulcramente transcritas. Los vándalos ya asolan la Urbe. Su fiel esclavo aparece con un ejemplar de Heráclito en una mano y la daga griega en la otra. Sin previo aviso, siguiendo órdenes estrictas del que pronto dejará de ser su amo, introduce el corvo acero en el cuello de Rufo.

La sangre no salpica al prócer, pero éste ha de apartarse, en el sombrío rincón de la biblioteca, para que ella gotee fuera del manuscrito.


sábado, 19 de abril de 2008

Un pintor olvidado: Frederick Sandys


Frederick Sandys (1832-1904) es un pintor prerrafaelista poco conocido en España. Estuvo desde un primer momento vinculado al círculo artístico de Rosetti, Millais, Holman Hunt y Madox Brown, cuyas búsquedas estéticas compartió. Dante Gabriel Rosetti y él llegaron a ser íntimos amigos y convivieron en Chelsea durante 1867. Pero pintó poco y nunca llegó a ser tan popular como el resto de los miembros de la Hermandad Prerrafaelita (Pre-Raphaelite Brotherhood). Murió en Londres en 1904.

Entre sus obras destacan retratos de mujeres portadoras de un destino trágico, tomadas de la literatura (como las sagas escandinavas o el ciclo artúrico) o de la mitología (clásica o nórdica), pero también de la Biblia, en una línea artística que entronca directamente con la fascinación ejercida por el tópico de la femme fatale en buena parte de los pintores y escritores finiseculares. Hay en Sandys una sombría belleza y un afán por captar el alma de las retratadas, cuyos oscuros designios parece adivinar.

Veamos algunas de sus obras más representativas:


Medea, Frederick Sandys


María Magdalena, Frederick Sandys


Helena de Troya, Frederick Sandys


Morgana Le Fay, Frederick Sandys

martes, 15 de abril de 2008

El mito de Leda y el cisne y su vigencia en la pintura y la poesía

Este mito es singularmente atractivo: cuando Leda, esposa del rey de Esparta Tindáreo caminaba junto al río Eurotas, fue seducida y violada por un Zeus metamorfoseado en cisne, que argüía ser perseguido por un águila. Como esa misma noche yaciera con su esposo, más tarde dio a luz dos huevos. En uno de ellos estaban Helena y Pólux (hijos de Zeus y por tanto inmortales), y en el otro Cástor y Clitemnestra (mortales, hijos del rey espartano). Cástor y Pólux, gemelos, llegarán a ser los célebres Dioscuros (Διόσκουροι).

Podemos comenzar con un repaso de algunas de las versiones pictóricas de este mito que nos llevará desde el Renacimiento italiano hasta un Postimpresionismo que nos va a situar en las puertas del Fauvismo:


Leda y el cisne, Leonardo



Leda y el cisne, Correggio


Leda y el cisne, Boucher



Leda y el cisne, Paul Tillier


Leda y el cisne, Gustave Moreau



Leda con cisne, Paul Cézanne



Del sereno clasicismo de Leonardo al incipiente manierismo de Correggio; del grácil simbolismo de Tillier al postimpresionismo de Cézanne, Leda y el cisne recorren un ancho espacio de épocas y estilos pictóricos.

Leonardo nos muestra en un marco bucólico renacentista a unas figuras que nos recuerdan al equilibrio compositivo de Rafael. La Leda de suaves formas que agarra el enarcado cuello del cisne es un símbolo del racionalismo renacentista: las pasiones desbordadas (el cisne y su sensualidad) quedan sujetas a la razón humanista. El cuadro de Correggio supone una primera vuelta de tuerca a las formas renacentistas: el limpio clasicismo del periodo anterior empieza a verse turbado por unas figuras en torsión que sugieren movimiento. El trazado del cuerpo humano está ahora lejos de la serena armonía que encontrábamos en Leonardo. Figuras y naturaleza abigarrada nos indican que estamos en la antesala del Barroco.

Tenemos más adelante un tratamiento del mito por parte de Boucher que rezuma erotismo: frente a un Leonardo que se complacía en mostrar el control de las lúbricas pasiones, esta delicada obra rococó nos muestra a una Leda de cálidas formas junto a una doncella subyugadas ante la mirada del dios. El paño rojo sobre el que descansa el cuerpo desnudo de la diosa y el entorno bucólico en el que tiene lugar la secuencia mítica contribuyen a crear el ambiente intimista de la escena.

Paul Tillier y Gustave Moreau aportan su mirada desde el Simbolismo, pero es dable percibir notables diferencias entre ellos. Tillier continúa haciendo hincapié en el larvado erotismo del cuadro (una Leda pelirroja reposa de nuevo sobre un paño carmesí) en una obra en la que el marco natural casi ha desaparecido. Pero a pesar del ambiente vaporoso de la pintura, se respira en ella cierta factura clasicista que está por completo ausente en la propuesta estética de Moreau. Este crea una obra posromántica de rico colorido y cuidada composición en la que un cisne con claros atributos divinos se impone a una Leda en un conjunto de denso barroquismo.

Fianalmente, Cézanne nos ofrece una Leda cuyo espléndido cromatismo parece querer ir más allá del postimpresionismo en el que se inserta para dar un salto cualitativo hacia el vanguardista Henri Matisse, cuyo Fauvismo preludia.

Quiero poner también aquí uno de los más bellos poemas en español dedicados al mito que nos ocupa: la Leda de Rubén Darío, incluida en Prosas Profanas (1896):


El cisne en la sombra parece de nieve;
su pico es de ámbar, del alba al trasluz;
el suave crepúsculo que pasa tan breve
las cándidas alas sonrosa de luz.

Y luego, en las ondas del lago azulado,
después que la aurora perdió su arrebol,
las alas tendidas y el cuello enarcado,
el cisne es de plata, bailado de sol.

Tal es, cuando esponja las plumas de seda,
olímpico pájaro herido de amor,
y viola en las linfas sonoras a Leda,
buscando su pico los labios en flor.

Suspira la bella desnuda y vencida,
y en tanto que al aire sus quejas se van
del fondo verdoso de fronda tupida
chispean turbados los ojos de Pan.